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Published in edition #2 2019-2023

Bestias todas del campo

Written in ES by Adriana Murad Konings

Como era habitual, esa mañana se despertó con hambre. Los graznidos de los patos que sobrevolaban el tejado resonaron en las paredes del dormitorio y la niña se incorporó sobre la cama. Los patos habían llegado a casa de su abuela desde lejos, tal vez desde otro continente, agitando las alas. De un día para otro había dejado de ir al colegio y la mandaron allí, con su abuela, que vivía junto a un lago, a kilómetros del pueblo más cercano. A nadie le importaba. Sus padres buscaban intimidad, o estaban trabajando, allá en la ciudad, no estaba claro. De lo que no dudaba era de los temblores de su estómago cada mañana, pero también a media tarde. Se señalaba la tripa, «hambre», le decía a su abuela. Para desayunar, su abuela le tostaba una rebanada de pan y se aseguraba de que la cantidad exacta de margarina estuviera extendida sobre la miga amarronada. Si estaba de buen humor, la consentía con una cucharadita de mermelada, esparcida hasta que lo único que quedaba sobre el pan era una fina capa rosada, gelatinosa. «Con eso te sobra», le decía después de pellizcarle el antebrazo con sus dedos huesudos. La niña masticaba cada esquina de la rebanada y recorría con los dientes el perímetro de la corteza. Después, atrapaba hasta la última de las migas y se las metía en la boca. Por la tarde, su abuela no era tan generosa. Si había suerte, pelaba una manzana y le ofrecía la mitad. La otra mitad se la metía en la boca, entre sus labios finos, apenas una línea de carne. Le gustaba masticar enseñando los dientes, como si la pulpa ardiera.

Ni siquiera la llegada de los patos le impidió desear que, esa mañana, algo distrajera a su abuela, algo que la mantuviera lejos de la cocina. Frente al espejo se colocó el pelo en un coletero. Fantaseó con comerse, por lo menos, otra rebanada de pan. Mientras bajaba, dando saltos de escalón en escalón, fantaseó, también, con sabores de mermelada que nunca había probado. En la cocina, su abuela la acorraló, «¿los has visto?, ya están aquí», dijo y señaló el lago. La niña asintió y, por un segundo, no sintió hambre. Los vio a través de la ventana: unos treinta patos, verduzcos algunos y otros pardos, flotaban sobre el agua oscura, ningún polluelo. Uno de ellos escondió el pico en su plumaje y, después, toda la cabeza. Sin dejar de mirarlos, se comió la tostada en tres bocados y bebió de un trago la leche desnatada que su abuela había servido en el mismo vasito de siempre, de intrincadas flores azules y amarillas. Unas semanas antes, lo había dejado caer; las flores se habían descompuesto sobre las baldosas en trozos afilados. No avisó a su abuela, que se clavó uno de ellos en el dedo meñique del pie. Un par de días más tarde, caminaron bajo el sol hasta la parada más cercana y cogieron un autobús de una hora a la ciudad. En un bazar se habían hecho con la misma taza, en la que su abuela volvía a servirle la leche cada mañana.

Cuando terminó su desayuno, se levantó y dejó a su abuela en la mesa escribiendo en su cuaderno lo que había comido: una rebanada de pan, el vasito de café cortado, pues no le gustaba la leche, y la margarina. Antes de salir, la miró una última vez: su pelo corto, gris, dejaba que, bajo la nuca, los huesos puntiagudos de la columna se asomaran a través de la blusa. Tras salir por la puerta de la cocina, directamente al jardín, contempló con emoción el agua oscura del lago. Siempre había oído hablar de ese día, del día en el que llegaban los patos. Normalmente no pasaba más de un par de noches allí, pero en ese momento sus padres no parecían tener prisa por recogerla. A su abuela le gustaba tenerla cerca. Le pareció que todo había merecido la pena, la tostada fría y la leche aguada, el trozo de manzana. Se sentó sobre la hierba y respiró hondo, como si su abuela no vigilara desde la cocina. Cerca de la orilla, se arrodilló sobre la hierba seca. Los patos flotaban en el agua, colocaban el pico entre las plumas y las agitaban. El sol los calentaba desde lo alto del cielo y la niña, tras ver los colores de los plumajes brillar, corrió de vuelta a la cocina y se hizo con un cuaderno viejo y unos lápices.

Los patos no se movieron demasiado durante la mañana. A pesar de que apenas un par de horas más tarde ya volvía la sensación, el estómago encogido, enfadado, no echaba de menos la ciudad. Desde el jardín, contempló cómo su abuela colocaba sobre la encimera los ingredientes de la comida. Intuía sus movimientos en la cocina, sus piernas rígidas, a punto de quebrarse, como un cervatillo que aprendía a caminar. Sus tobillos le recordaban a las alitas de pollo crudas que había visto en el supermercado. Del cajón, su abuela sacaría la balanza y el cuaderno de espiral. Pesaba y anotaba, siempre con precisión: una cebolla, un diente de ajo, un tallo de puerro, un puñado de guisantes congelados, un filete de merluza, una patata y, por último, otra patata, un poco más pequeña. Después de anotar los gramos de cada ingrediente, la abuela respiraba hondo, sus hombros descarnados subían y bajaban, como si, siendo tan vieja, importara algo todo eso. Siempre el mismo suspiro. Solo entonces, colocaba la olla sobre el gas y, con una cerilla, encendía el fuego.

Para cuando su abuela terminó de preparar los ingredientes, ella ya había pintado cada uno de los patos. Se habían sentado en una suerte de círculo y sus patas habían desaparecido bajo el plumaje. Se incorporó sobre la hierba, impaciente: no podían dormir a esa hora, el sol brillaba, tenían que nadar, comer, reproducirse, cazar gusanos, o ranas, o lo que fuera que comieran, tal vez peces, «¡eso es!». Se levantó y, con cuidado de no asustarlos, caminó despacio a la cocina. «Espero que tengas hambre», le dijo su abuela removiendo ajo y cebolla en una sartén con agua. «Me falta el verde», dijo ella y señaló el cuaderno abierto y los lápices desperdigados sobre la hierba. La abuela estaba segura de que se lo había dado. «Pero no el verde pino, el oscuro, para las plumas, el más oscuro. A lo mejor es que ese verde no existe. Sí que existe». La abuela desapareció de la cocina, refunfuñando, «pues a lo mejor no existe». Cuando se aseguró de que la abuela había desaparecido, acercó el taburete a la encimera y alcanzó con la mano el pomo del armario. Tanteando, sin alcanzar a ver, se hizo con la bolsa de pan de molde y sacó dos rebanadas. Después, gritó a su abuela: «No hace falta, lo tenía en el bolsillo», y salió al jardín.

Se acercó despacio a los patos y sobre la palma de la mano deshizo la miga. Quería esparcirla y ver cómo los animales, aleteando sus plumas, se acercaban. Contempló el pan deshecho y no pudo evitar cerrar el puño. La miga se compactó en una bola y, antes de arrepentirse, se la metió en la boca. Masticó con la boca abierta, se le pegaba a las muelas. Tragó la masa pastosa y con un silbido agitó las manos sobre la hierba. Aunque apenas les ofrecía unas migas, ridículas, que no había alcanzado a comerse, los patos se abalanzaron sobre ellas. Unos minutos después, cuando no quedaba ni rastro del crimen y los patos se movían despacio alrededor del agua, la abuela se asomó al jardín. El pescado y las verduras acuosas que esperaban en la mesa no consiguieron levantar el ánimo de la niña. Tras dar su primer bocado, la abuela se llevó la mano a los labios. Tosió un par de veces, sus mejillas se enrojecieron, se dio una palmada en el pecho y escupió. Con el dedo índice, la abuela señaló la espina entre el trozo deshecho de pescado, cubierto de saliva. La niña se encogió de hombros. Se metió el tenedor en la boca despacio, alternando los trozos de comida con sorbos de agua para engañar a su estómago, pero, una vez de vuelta en el jardín, después de haberse comido en apenas dos cucharadas el postre, «yogur, pero sin azúcar», volvió a sentir hambre. De vuelta en la orilla del lago, se acomodó sobre la hierba y, tras echar un vistazo a los patos, que parecían dormitar, cerró los ojos.

Soñó con un pollo asado, la piel dorada y crujiente, una olla humeante en medio de la mesa, pero no en la cocina de su abuela, una mesa de madera envejecida, velas en medio, patatas asadas, una barra de pan. El graznido de los patos la despertó. Al incorporarse los vio acercarse al agua con cierta prisa. Aún somnolienta, la niña saboreó el pollo, se relamió los labios. Su abuela cocinaba, comía y anotaba en su cuaderno de espiral, y volvía a empezar, pero ella siempre tenía hambre. Mientras los patos se alejaban, apoyó la mano sobre la tierra y, tan solo de pensar en la cena acuosa que le esperaba, se encontró con un puñado de hierba arrancada entre los dedos. Decidió arrastrarse por el suelo, en dirección a los patos. Sus brazos eran rápidos, no tendría demasiada dificultad. Como un guepardo, así se imaginó, llegó hasta la orilla y, tras un arbusto, se preparó para atacar. Los patos mojaban el pico y se ahuecaban las alas con movimientos ansiosos. Si nadaban lago adentro los perdería. «Tres, dos», y se lanzó. Los patos aletearon sin mirar atrás, pero no volaron, simplemente se desplazaron unos metros, hacia el lago. La niña los siguió. Corrió contra el agua hasta que dejó de tocar el suelo y empezó a flotar junto a ellos.

De pronto, escuchó un conciso pero agudo «¡no!», y al girarse vio a su abuela descalza en el jardín. «¡Ah!», la oyó gritar al pisar las malas hierbas, el suelo árido de verano, pero no paró. De reojo, vio sus brazos agitándose desde la orilla, pero ella no tenía prisa por volver. Solo tenía hambre. Siguió avanzando en el agua, tratando de no salpicar ni causar más escándalo. Más allá de las vallas de madera resecada que rodeaban la casa, solo había campo, sus padres estaban a kilómetros de allí, el autobús pasaba dos veces al día. Por más que gritara, a su abuela no la escucharía nadie. La niña daba brazadas lentas en el agua oscura, los pantalones cortos y la camiseta se le pegaban a la piel. Poco a poco, sus pies dejaban de tocar fondo. Desde la orilla escuchó el sonido de zancadas torpes. Su abuela se metía en el lago, salpicando a su paso. Suplicaba, una vez más, que se detuviera. Pero ella desapareció bajo el agua y buceó. Asomó la cabeza y, cuando su abuela hubo alcanzado el centro del lago, volvió a hundirla. La boca se le llenó del sabor herbáceo y tibio del lago. Escuchó el chapoteo de la anciana y, con horror, vio a los patos alejarse.

Sin rendirse, los persiguió. Volvió a desaparecer bajo el agua y, cuando estaba a punto de quedarse sin respiración, asomó la cabeza, solo lo suficiente para poder respirar. Una pluma verde y solitaria flotaba cerca de sus ojos. Uno de los patos había quedado atrás, a un par de metros del grupo, casi podía acariciarlo con las yemas de los dedos. Se lanzó, estirando los brazos. Notó contra su piel las alas impermeables del animal, abrazó el cuerpo redondo y carnoso contra sí. El pato se agitó, alertando a los demás, que aletearon unos metros más allá. Hizo fuerza sobre el animal, cerrando el puño sobre el cuello, hundiéndolo bajo el agua. Aunque el pato cada vez oponía menos resistencia, la niña luchaba por mantenerse a flote. Echó un último vistazo a su abuela. Apenas se veía parte de su cabeza, ya no podía gritar; solo agitaba con torpeza los brazos, azotaba la superficie. Con el pato en la mano, ya inmóvil, se acercó a ella, tímida. Se detuvo a una distancia segura y entornó los ojos. Contempló en silencio cómo la mata de pelo pálido desaparecía en la oscuridad del lago. A los pocos segundos, donde flotaba el cuerpo anciano y huesudo solo quedaba un tímido rastro de burbujas, una última bocanada de aire que no tardó en desaparecer.

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