View Colofon
Original text "Reuniunea" written in RO by Alexandru Potcoavă,
Other translations
Published in edition #2 2019-2023

La reunión

Translated from RO to ES by Luciana Moisa
Written in RO by Alexandru Potcoavă

Listo. He recogido mis cosas, el traje en su funda, el calzador para los zapatos y he entregado la llave. Me quedan seis horas al volante hasta llegar a casa, aunque la vuelta siempre se hace más corta. Bajo la ventanilla y, con la cabeza asomada, recorro la avenida principal de la ciudad. Refrescado por la noche y la velocidad, el aire me araña las mejillas y me recuerda a la aspereza de una esponja desmaquillante. Tengo la piel sensible y me cuesta aguantar el proceso por el que tienen que pasar los presentadores de las noticias para no parecer una luna llena en pantalla: les aplican en la cara una capa de polvos que después retiran con esas esponjas desgastadas. Cuando ya no aguanté más la sensación, subí la ventanilla y pisé aún más el acelerador. La carretera estaba vacía. Podía volver de madrugada y conducir con resaca o quedarme otra noche, pero entonces habría faltado el lunes al trabajo y habría sido un prime time arriesgado, con todo lo que he sufrido para llegar a ser presentador y con lo fácil que es que te reemplacen por otro compañero o compañera que se pasa las vacaciones en el plató, solo para robarte el primer plano. Que me haya cogido libre un fin de semana les habrá parecido un atrevimiento, e incluso me siento culpable por haberme escapado dos días. ¡En qué me he convertido! Aunque ya era así en el instituto, cuando se me ponía un nudo en el estómago solo de pensar en hacer pellas una hora y envidiaba a Marcus, el malote de la clase, que no tenía miramiento en desaparecer durante días. Y, mira, hasta él ha llegado a ser algo: vicealcalde y hombre casado. «Ya ves», me dije a mí mismo, y pisé a fondo. Cierto es que todo esto podría ser noticia si me estampara contra un quitamiedos. Casi puedo oír a la jefa de redacción preguntando como hace siempre que hay que informar de un accidente: «¿Algún fiambre?». «Sí, uno». «¿Solo uno? Vale. Mételo en las noticias de las 17:00, como por la mitad». «Ya, pero es nuestro compañero». «Entonces mételo a las 19:00, en la apertura». Y así me convertiría en noticia, presentada por mi sustituto, que apenas se aguantaría la sonrisa de la emoción. El hecho de que haya ido a la reunión de diez años del instituto y haber vuelto a ver a Marcus es más irrelevante para la jefa y para el público que la noticia de un hombre mordido por un perro.

La reunión fue el sábado, a las 10:00. El viernes por la noche, después de la retransmisión, fui a que me desmaquillaran y me marché en mitad de la noche. A las cinco de la mañana estaba en la ciudad donde nací y pasé mi adolescencia. Recorrí la avenida de castaños que divide la ciudad en dos —pues durante el día se convierte en una zona recorrida por europeos— y que más bien separa la comunidad en lugar de unirla, con sus varios pasos de cebra, y aparqué en el único hotel que se merece las tres estrellas. Subí a la habitación, me di una ducha, encendí la tele y me quedé dormido al instante. Dos horas después ya estaba en pie y pensé en ir a ver a mi madre, a la que no había avisado de mi visita. Mejor cogerla por sorpresa para que no le dé tiempo a ponerse nerviosa y luego me marcho enseguida para dejarla tranquila. Papá había fallecido hacía mucho, lo conozco solo por las fotos y mi madre se comporta como si nuestro piso fuera un mausoleo. Tiene las persianas bajadas, no vaya a ser que el sol destiña las fotos de la pared; y las persianas bajadas, para que no entre el polvo. Me pregunto qué aire respirará. ¿El aire que entra por el pasillo en lo que abre y cierra la puerta cuando se va y vuelve del mercado? Una vez en la puerta, llamo. «Pasa», me dijo mi madre, sin abrazarme o besarme. No le sale, al igual que a mí solo me sale tratarla de usted. Me quité los zapatos y pasé a la sala de estar, donde la tele estaba puesta en un canal de la competencia. Me senté con cuidado; sé cuánto cariño le guarda mi madre al sofá donde me concibió. Seguramente, el resto del tiempo mis padres hacían el amor en el suelo o de pie. O ni lo hicieron. Porque la cama del dormitorio era para dormir, amparada por el retrato de la Virgen María, y el sofá también era para descansar, al menos tras haber nacido yo y hasta que me eché la primera novia. No sé si mi madre sospechó alguna vez que llevaba chicas a casa; no me preguntó, ni yo dije nada. Aunque tenía cuidado de que la tía viniera sin perfumar y, al final, recogía de la almohada y del suelo todos los pelos. A las 17:00, cuando mi madre volvía del trabajo —y nunca llegó antes durante toda su carrera como contable en la cementera—, todo estaba impoluto. Lo hice hasta que me fui a la universidad, a la capital. Solo ahí, en la residencia, pasé mi primera noche en los brazos de una mujer. Por la mañana, como un gesto reflejo, me puse a recoger sus pelos. «¿Tienes a otra o cómo va esto?», me preguntó. Me quedé bloqueado y lo único que hice fue quedarme mirando mientras se vestía corriendo y daba un portazo tras de sí. Han pasado varios años desde entonces y desde mi última relación estable, salvo la que tengo con la tele, que me proporciona bastantes polvos.

Apenas me había sentado cerca del mueble con vitrina donde brillaban las decenas de figuritas de porcelana, cuando mi madre llegó de la cocina con un plato de embutidos que me plantó delante, sobre la mesita baja, donde extendió un mantel para no manchar la madera, y se sentó en el sillón, cerca de la ventana oculta por las cortinas. Colocó las manos en el regazo de la bata y miraba ensimismada las imágenes de la pantalla. «Venga, come», dijo y, cuando empecé a masticar, se giró para mirarme. Como de costumbre, bajé la mirada hacia el plato y fingí que no me daba cuenta de que me estaba mirando. Le di las gracias por la comida y me levanté. «Me voy corriendo, tengo una reunión del instituto. No sé cuándo volveré a verla, pero ya hablaremos», le dije en el pasillo, agachado para calzarme. Lo de hablar es porque nos llamamos una vez al mes y me cuenta lo que han hecho los vecinos. No dura más de cinco minutos y al final siempre es la misma retahíla: «¿Y usted, qué tal?», «bien, ¿tú?», «yo también», «bueno, ya hablamos», «claro, madre, hablamos».

Estaba ya en el pasillo calzándome. Mi madre vino hasta la puerta del salón y se apoyó en el marco de la puerta. «Lo único que te pido es que no vendas el piso», me dijo. Me levanté de golpe y, con el calzador en la mano, le eché una mirada que casi le saca una sonrisa. «Eres igualito a tu padre. Venga, ve y cuídate», añadió, con una voz cálida y tierna que nunca había escuchado. «Cuídese, madre», le dije y salí por las escaleras, bajando deprisa. Ya tendría tiempo de pensar luego en la manera en la que mi madre se había despedido de mí. Pero no tuve tiempo ni ganas de volver para devolverle el calzador con el que había salido en la mano. En clase éramos treinta. A la reunión vinieron dieciocho. Los demás habían desaparecido por el mundo y Marcus no supo cómo localizarlos. Porque Marcus se había encargado de organizar la reunión. Precisamente él, el gallito y el que más se saltaba las clases, el que acabó el instituto copiando las tareas de uno, los trabajos de otro y comiéndose el bocata que más le apeteciera ese día. Con el dinero de bolsillo que nos quitaba a los demás, invitaba a tomar algo a las tías más guays del instituto y te hacía un favor si pagabas la ficha para jugar al billar con él. A cambio, daba la cara por ti si tenías problemas con otros de la clase. Conmigo nunca se metió, tal vez porque éramos vecinos en el bloque. Iba a menudo a su casa, porque en la mía no podíamos jugar, no fuera a ser que rayáramos el parqué, rompiéramos alguna figurita o, en general, nos cargásemos el ambiente afligido tras la muerte de mi padre. Así que me llevaba los indios de plástico y bajaba donde Marcus, que ahí podías saltar desde la biblioteca llena de figuritas, aunque de metal, y nadie se enfadaba. Conocía a sus padres y hasta nos llevamos ambos una tunda de su padre. Gran pescador que, la víspera de ir a pescar, llenaba la bañera con pececitos de cebo y nos pilló sacándolos de la bañera con un tarro que vaciábamos en el váter para tirar de la cadena y gritar «¡Liberad a Willy!». Nos cayó una somanta de palos. Al menos así supe lo que era que tu padre te pegara una paliza. Tal vez de aquí también venía la relación singular que tenía con Marcus, el terror de la clase y del instituto, quien luego ha hecho posible nuestro reencuentro.

Nuestra antigua tutora pasó lista, nos levantamos del pupitre y hablamos sobre nuestra última década. De entre las chicas, la mayoría se habían casado, tenían hijos y trabajaban en una cadena de montaje, en la fábrica de volantes de automóvil. Solo una, la empollona de la clase, había estudiado medicina y había abierto una consulta como médico de familia. Los chicos estaban todos casados, habían sido padres y trabajaban en una cementera, menos Vlad, el jefe de un lavacoches que también pavimentaba carreteras; yo, el soltero reputado como el tío de la tele, y Marcus, el vice, que desató una ola de aplausos. Luego se escuchó el típico «oye, ¿y a mí cuándo me asfaltas la calle?», lo que hizo que Vlad y Marcus mirasen de reojo al compañero. Después se disculpó en la cena del restaurante, solo quería hacer la gracia.

El restaurante está en el hotel donde me he alojado. La jefa de sala es la mujer del jefe de policía de la ciudad y la amante de Marcus, el dueño del hotel, aunque en las escrituras aparezca el nombre de su mujer. No había podido acudir a la cena porque había salido con las amigas. Por lo demás, todos habían venido acompañados y corrieron hacia la barra que se abrió por un módico precio. Aunque tenían pensado hacer el mayor gasto posible. «Todo vuelve», nos dijo a mí y a Vlad riéndose. Estábamos en una mesa separada y, a nuestro lado, de pie, la jefa estaba esperando la señal para llenarnos el vaso de whisky. Después de medianoche me quise subir a dormir. Marcus y Vlad susurraban, para que no los escuchara o para que no se les oyera entre la música alta, y yo me había aburrido del baile de los compañeros que gritaban en un corro agarrados a sus mujeres. Su alegría tenía algo que ver con los ceños fruncidos de otros, los que habían perdido el tren y no tenían esperanzas de que llegara otro, sobre todo porque no estaba en su mano. Si es que alguna vez lo estuvo. Tampoco parecían el tipo de gente que se tira al tren. Sé lo que me digo. Una de mis primeras noticias fue sobre un joven que puso la cabeza sobre la vía. Le dio igual de dónde venía el tren y hacia dónde iba, solo sabía que existía y que pasaría por allí. Mientras, mis compañeros se conformaban con bailar en el andén y olvidar que estaban en una estación.

«La noche es joven», me dijo Marcus cuando iba a levantarme. «Aún tenemos faena». Salimos por la avenida de los castaños y echamos a andar hacia el centro con Marcus. En algún momento nos tumbamos en mitad de la calle y nos medimos las fuerzas con unas flexiones. Después pasamos por el club de estriptis, situado detrás de la iglesia. «¡Señor vice!» sonrió el camarero. Nos tiramos en los sofás para observar a las chicas que dejaron los vasos de vodka e intentaron agarrarse a la barra mientras movían las caderas. Se rindieron pronto y vinieron a bailarnos en el regazo. Cuando una de ellas se me durmió encima, me levanté para moverla. Aún tenía la esperanza de poder marcharme de madrugada a casa.

«Vamos a mi casa a tomar una más», me dijo Marcus. «No te libras».

Llegamos a la casa de Marcus. A las afueras de la ciudad había levantado una mansión con piscina. Entramos al salón y, mientras llenaba los vasos, vi unas bragas que habían dejado sobre la mesa con una nota: «remiéndalas». Eso es lo que ponía en el trozo de papel arrancado de una agenda con el membrete del ayuntamiento. Brindé, me bebí el vaso y me dejé caer en un sofá. Marcus creyó que me había dormido cuando enhebró una aguja y empezó a coser las bragas de su mujer. En algún momento sí que llegué a perder la conciencia. Me desperté en la habitación.

More by Luciana Moisa

La llegada

Las cosas se fueron de madre la mañana de un domingo de agosto, en la que los primeros transeúntes de la plaza Parvis de Notre-Dame, empleados que trabajaban en los bistrós de la zona, avistaron el objeto. Era algo parecido a una bala gigante colocada en el suelo, con la punta mirando hacia la catedral y la base hacia la Prefectura de Policía. A simple vista, el proyectil medía cerca de veinte metros de largo y cinco de diámetro. Los camareros y propietarios se acercaron con curiosidad, lo rodearon, se encogieron de hombros y se marcharon a abrir sus restaurantes. Esto ocurrió sobre las siete....
Translated from RO to ES by Luciana Moisa
Written in RO by Alexandru Potcoavă

La trilogía del sexo errante

Se había congregado mucha gente delante de la casa de la señora Nicoleta para acompañar al señor Titi en su último viaje y, aunque al señor Titi le gustase de vez en cuando empinar el codo, era un hombre alegre y de confianza; menuda desgracia para su mujer —jóvenes, nunca sabes qué te depara el Señor—, pero al final ella lo acabó cuidando; se pasaba todo el día poniéndole compresas frías en la frente, lo llevó a todos los médicos y mira ahora con qué ostentación lo honra; la madera del ataúd, una maravilla, creo que de arce, y encomendó a algunas mujeres cocinar durante tres días la comida pa...
Translated from RO to ES by Luciana Moisa
Written in RO by Cristina Vremes

Sonia levanta la mano

Por estos lares la gente es muy desconfiada. Aunque tampoco sabe si en otro sitio la recibirían con los brazos abiertos. La gente por parte de él. Los del otro bando. No conoce en su círculo a ninguna pareja de las generaciones anteriores donde ambos sean amigos y no enemigos, aunque luego acaben juntos para los restos. En algún lado estarán los que serán amigos toda la vida e incluso después. Aunque esos pocos, y extremadamente afortunados, se esconden muy bien de los demás para que tú, joven, estés prácticamente convencido de que la persona que tienes al lado acabará por devorarte el alma. S...
Translated from RO to ES by Luciana Moisa
Written in RO by Lavinia Braniște

Algunos minutos a la deriva

El día comienza antes de lo esperado. Había puesto la alarma a las 05:56 por muchas razones. Quería tener tiempo para meditar a primera hora y, al mismo tiempo, esperar treinta minutos para que la pastilla que mejora la función de la tiroides hiciera efecto antes de tomarme el café, y seguir luego con una serie de ejercicios que combinan la quema de grasas con la tonificación muscular, donde solo se emplea el peso corporal, sin olvidarme, entre tanto, de encender el calentador, porque el agua tarda cuatro horas en calentarse, así que tengo tiempo suficiente para terminar la secuencia de yoga ...
Translated from RO to ES by Luciana Moisa
Written in RO by Cristina Vremes

Un pitido

En el tren, durante el último tramo del trayecto, vio a través de la ventanilla roñosa los confines del cielo. Se levantó para mirar desde el otro lado del vagón y se acercó al hombre que dormía con la cara escondida tras la cortina y la mano derecha apoyada con firmeza sobre la bolsa de viaje colocada en el asiento de al lado. Vale, desde su ventanilla se veía lo mismo. Una manta pesada, añil, alineada con el vasto campo, plagado de matojos. Y en el extremo, un azul claro y despejado, como un mar lejano, suspendido entre el cielo y la tierra. En alguna parte, sobre la manta añil, asomaba el ...
Translated from RO to ES by Luciana Moisa
Written in RO by Lavinia Braniște
More in ES

Pese a la primavera

      La luz intensa de una bombilla de neón de poca calidad oprime a Marijana Grujić mientras intenta limpiar el polvo de sus muslos. Es muy joven todavía y la vida le concede ese correr absurdo hasta la entrada de su edificio, el no tener que caminar por el asfalto y poder destruir sus zapatillas viejas pisando la tierra y el polvo. Piensa que tan solo ayer era capaz de saltar a la comba sin siquiera tocarla, mientras que hoy un chico le ha dado un beso con lengua, esa lengua cálida y áspera que le ha llenado la boca. «La vida va cambiando», dice su abuela, «la vida siempre va cambiando y si...
Translated from SR to ES by Ivana Palibrk
Written in SR by Ana Marija Grbic

Cambiar de idea

Maixa me recomienda que pronuncie todas mis sílabas, sin hacerme la londinense, que no me extienda tanto en el marco teórico, que pruebe el equipo informático antes de que comience la defensa, que sea humilde, que tome notas sobre las preguntas y sugerencias del tribunal y que los invite a comer a un restaurante con menú cerrado. June opina que lo del menú es muy cutre y me sugiere un cáterin en la facultad, una cita de Weber, medio Lexatin con el desayuno y llevarme en coche hasta Gasteiz. Acepto la bibliografía y el traslado. Salimos de Bilbao con mi madre, mi prima y mi novio comprimidos e...
Written in ES by Aixa De la Cruz Regúlez

Cómo acabaremos siendo menos

1. En el salón, junto a un calendario, algunas fotos y la cuenta del restaurante en el que decidieron seguir juntos, hay colgada una lista con todos los animales y plantas en peligro de extinción: 3.079 y 2.655, respectivamente. Ella tiene la lista desde los trece años, y en aquella época, a falta de algo mejor, pegó trocitos de esparadrapo junto a los animales que más le apetecía ver. Él lo veía como un recuerdo de juventud y nunca se había parado a pensar que podrían acabar viajando en busca de animales y plantas amenazados de extinción.  Cada vez que añadían un animal a la lista lo comentab...
Translated from NL to ES by Guillermo Briz
Written in NL by Rebekka de Wit

El automóvil de la Antigua Grecia

Era un día caluroso de junio. Solo que no se le decía junio, sino targelión o esciroforión. Dos personas abandonaban las murallas de Atenas y en amistosa charla echaban a andar a lo largo del río Ilisos para darse un paseo por la naturaleza. Hablaban, principalmente, del amor. El más joven de los dos llevaba transcrito un discurso ajeno acerca de que el amor era el mal, pero también él lo pensaba. De hecho, solo hablaba de ese discurso ajeno. El hombre mayor, para sus adentros, no estaba de acuerdo; sin embargo, le ponía bastante su fervor. Y, así, pararon bajo un alto plátano, donde el hombr...
Translated from CZ to ES by Daniel Ordóñez Franco
Written in CZ by Ondrej Macl

Todo irá bien

Se lleva su máquina de café. No sabe quién es, pero al menos sabe que es una mujer con una cafetera expreso superautomática De'Longhi Magnífica S ECAM 20.110.B. Negra y gris. Como ya no sabe nada, todo detalle importa. Cada mañana, la máquina muele los granos de café haciendo un ruido terrible que la despierta al instante, a ella y a sus vecinos. La compró de oferta en la web Coolblue y, durante cuatro días, esperó su llegada junto a la ventana, actualizando cada cinco minutos la página de seguimiento del pedido. Luego empezó a actualizar también su Twitter porque, Dios, cómo ansiaba un c...
Translated from NL to ES by Carmen Clavero Fernández
Written in NL by Aya Sabi

Punto de fuga

Trata de un hombre que no quiere perder el camino de vuelta a casa. Está  hecho de masa de pan. Se pone en marcha. Cada pocos metros, el hombre  arranca de un pellizco una miguita de sí mismo y la deja caer. Primero de  un brazo, hasta que lo termina. Después las orejas. La nariz. De un pellizco  se abre un agujero en el vientre. En la escena siguiente miramos por el agujero  del vientre del hombre. A través de él vemos, a lo lejos, una casita. Detrás de  la ventana hay una anciana de pie junto a una mesa. Está amasando pan.  Música conmovedora. Fin.  Trata de alguien que es feliz, pero no tan...
Translated from NL to ES by Guillermo Briz
Written in NL by Maud Vanhauwaert